miércoles, 9 de enero de 2008

Apocalipsis II

Al salir a la calle Colón, vimos a una enorme riada de gente que corría calle abajo. Eran todos los cristianos, que también habían sentido la llamada y se apresuraban a responderla, gritando y cantando alegres. Los cojos tiraban sus muletas, las ancianas brincaban como chiquillas, los discapacitados corrían sobre unas piernas perfectamente sanas, los paralíticos cerebrales se levantaban de sus camas y se unían a la muchedumbre y los mudos entonaban cánticos junto a los tartamudos, pues el pecado había acabado, y todas sus consecuencias habían desaparecido en los hijos de Dios, incluida la enfermedad. Nos dirigíamos al puerto, sin preocuparnos de cómo llegar, de qué hacer cuando llegasemos a las orillas del mar, daba igual, Dios había vuelto, todo era júbilo, los caminos habían sido allanados. Al llegar a la orilla, seguimos corriendo por encima del agua. Nuestros pies pisaban firme sobre el líquido, y las olas no nos estorbaban. Corríamos como locos. El número de gente seguía aumentando, pues se nos juntaban los hermanos catalanes, gallegos, madrileños, vascos... todos los cristianos de España iban hacia el mismo sitio: Israel. Llegamos a Israel y nos dirigimos hacia donde el Espíritu, que era el que nos había llamado, nos indicaba. Era el monte de la Ascensión. Allí, en la cumbre, nos esperaba Él, nuestro Cristo, nuestro amor. Sus ropas eran resplandecientes, e irradiaba una dulzura y un cariño sobrecogedores. Tenía los brazos abiertos, y nos miraba, con la cara del que ha esperado mucho, del que se alegra de ver a alguien estimado tras tiempo de separación. Corríamos muchísimos, pues junto a nosotros venían también los cristianos italianos, franceses, alemanes, griegos... Éramos todos los cristianos del mundo de todas las iglesias, el Papa corría al lado de los patriarcas ortodoxos y los pastores protestantes, y todos nos desgañitábamos en alabanzas por igual. Nos dispusimos alrededor del monte, rodeando a Jesús por todas partes, ansiosos de estar cerca de Él. Seguía llegando gente y gente: americanos, chinos, australianos... Pero al cabo de un rato pararon de llegar. Entonces, Cristo miró a su alrededor, y todos vimos en su mirada su inmenso amor. Y dijo:

-El Número se ha completado. Éstos son mis fieles, aquéllos que me han amado y se han sostenido en mí sin poner su vida al servicio de sus enemigos. En ellos me complazco. Y ahora, ya pueden venir los otros.

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