lunes, 5 de mayo de 2008

Juzgamos y condenamos (1ª parte)

Una de las mayores incoherencias que hacemos los cristianos es juzgar. La mayoría, por no decir todos, nos creemos en posesión de la verdad absoluta, tanto a nivel filosófico (podemos juzgar lo que está bien y mal con exactitud) como a nivel humano (conocemos todo del mundo y de los demás), o eso parece por cómo nos comportamos.

Vemos que alguien hace esto o aquéllo, e inmediatamente surgen toda una serie de sentimientos, de juicios más bien, que encasillan a esa persona y a su acción como buena o mala, pertinente o impertinente, hábil o torpe, delicada o basta, JUSTA O PECADORA... ¿Cuándo aprenderemos que no sabemos nada de esa persona, que no podemos erigirnos como jueces supremos, que nosotros somos igual de pecadores y que sólo a Dios corresponde el juicio porque sólo Él es sabio y conoce los corazones? O en palabras del gran JC: "No juzguéis si no queréis ser juzgados", "El que no tenga pecado que tire la primera piedra". Y es que, por cómo nos comportamos algunos cristianos, se podría deducir que al decir Jesús lo de la piedra, nos habríamos atrevido a coger un guijarro y lanzarlo...

Hermanos, Dios no murió por nosotros en la cruz para que vayamos por ahí sintiéndonos mejores que los demás, que es al fin y al cabo lo que perseguimos al juzgar. Somos unos fariseos, que condenamos con justicia los pecados ajenos y clamamos a la misericordia divina para que disculpe los nuestros. Jesús es claro: los misericordiosos alcanzarán misericordia. Y a nosotros, imitadores de Cristo, redimidos por su sangre, nos toca ser misericordiosos hasta puntos extremos. Por no poder, no podemos condenar ni a los austríacos que encierran a sus hijas durante 26 años.

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