Como si de algo normal se tratase vemos gotear la sangre del madero. Estamos acostumbrados a ver la expresión de dolor inconcebible de un hombre sufriendo (a nuestro favor diré que nos compadecemos de los niños de África). Las rodillas rotas adornan nuestra pared, y no consideramos traumático ver la posición forzada de brazos y piernas, posición que apenas permite respirar. Con dulces eufemismos nos hemos acostumbrado a llamar cruz a cualquier cosa que nos moleste un poquito, y hemos apartado el horror natural que debería producirnos la Cruz Sangrienta. Me encanta ese nombre. Mil veces lo prefiero al de Cruz Gloriosa, me parece que éste es más plástico. O quizá más macabro. Pero es que lo que ocurrió fue macabro. Él no fue crucificado entre algodones. No sangró "un poquito".
Me da miedo, lo reconozco. Me da miedo pensar que no me da miedo. Me da miedo pensar que a un ateo no le horroriza la cruz, no le escandaliza, le da igual, es capaz de verla y observarla sin romper a llorar. Me aterrorizo cuando me doy cuenta de que la muerte y resurrección son hechos cotidianos, privados de toda la pompa que merecen, de toda la actitud de horror, que sólo los que sabemos la verdad y vivimos en ella somos capaces de convertir en alegría. No sentimos ese horror, ¿cómo vamos a sentir la alegría?
¡HORRORÍZATE CON SU MUERTE, Y ALÉGRATE DE QUE FUESE EL PRECIO QUE PAGÓ POR TI! ¡A CADA GOLPE DE FLAGELO, JESÚS MURMURABA TU NOMBRE ENTRE DIENTES! ¡EL TUYO!
miércoles, 16 de enero de 2008
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