Me encantan los crucifijos cotidianos, los que reflejan el día a día, los que cambian la gloria por la compañía suave. Veo una cruz manchada de aceite, y pienso “ésta es de una cocinera”, la veo manchada de pintura y digo “ésta es de un pintor”. Porque si el pintor se mancha y es hereje, él solito se limpiará, pero si es de Cristo, su Cristo se manchará con él y le ayudará después a lavarse. Porque Él no es ajeno a su día a día, ni a sus sufrimientos. Está presente siempre. Conoce sus heridas mejor que él. Y por eso, la cruz del pintor ha de estar sucia de pintura, sucia de que el pintor detenga su obra y la agarre fuerte y rece a su amado. Y la de la cocinera ha de estar al lado de los fogones, aunque se ensucie del aceite que impregna todo ese ambiente.
No os equivoquéis, no soy un hereje, respeto lo sagrado. Pero me gusta ver los signos de la compañía de Dios. Llevo siempre el rosario en el bolsillo, y se me ha manchado de tinta (pues también suelo llevar bolis). Si lo dejase en casa, estaría limpito, pero no. Quizá algún día se desgaste de tanto pasar sus cuentas, tal vez algún día me coma la cruz a besos. Él lo prefiere, porque Él quiere estar conmigo. Hay cruces muy bonitas a las que nadie hace caso. Hay Biblias abiertas en las casas que quedan muy bien abiertas en mitad del salón, pero nadie las lee. ¿Para qué están?
¡Señor, que mi crucifijo esté sucio de tanto tocarlo! ¡Señor, que mi Biblia esté ilegible de tanto subrayarla! ¡Señor, que tú eres real para mí! ¡No quiero un Dios “bonito”, te quiero a Ti! ¡No hay Dios tan necesario como tú!
miércoles, 16 de enero de 2008
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