miércoles, 9 de enero de 2008
Apocalipsis III
Entonces, el mar se retiró, y por el fondo del mar seco vimos llegar a un gentío no menos numeroso que nosotros. Avanzaban más lento de lo que habíamos avanzado nosotros (pues iban andando, no corriendo), así que no los distinguíamos bien. Pero el Espíritu Paráclito sopló otra vez y supimos que eran todos aquellos que no habían conocido a Dios, los que habían llevado una vida de amargura y pecado porque nadie les había hablado de Cristo. Y también marchaban con ellos los que pertenecían a otras religiones y habían practicado lo que consideraban correcto por la religión en la que creían: budistas, musulmanes, judíos, hindúes... La multitud caminaba de una extraña forma: estaban apesadumbrados, pero alegres. Estaban apesadumbrados porque lamentaban no haber conocido a ese Dios tan maravilloso antes del final, para haber podido saborearle en su vida cotidiana, pero estaban alegres porque tenían la esperanza de que Jesús, tan misericordioso, les acogería igual, pese a no haberle seguido a Él expresamente. Se colocaron hacia el Oeste, más allá del enorme círculo que hacíamos nosotros, formando una ancha fila que se extendía hasta muy, muy lejos. Y nuestro dulce Jesús les miró, y vimos en sus ojos... amor. El mismo que sentía hacia nosotros. No había cambiado su mirada en absoluto, nada. Y el Espíritu nos hizo saber que el Número había cambiado, y que ellos también habían sido contados en el Número, y eran amados por Cristo de igual forma que nosotros y no había diferencia entre ellos y nosotros. Jesús se había apiadado de ellos, y ellos, dando gritos de alegría, se unieron a nosotros, que les abrazamos con alegría y éramos hermanos suyos desde ese momento en adelante. Sin reticencias. En la nueva venida de Cristo, las reservas habían desaparecido junto a la enfermedad y al pecado.
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