viernes, 23 de mayo de 2008

Libertad y vocación

Como ya os decía en otro artículo, la libertad es un regalo de Dios que no es sino muestra de su increíble amor, superior a nuestra comprensión. Os comentaba en él que somos libres de decidir la compañía de Dios, y que Él respeta nuestra libertad, como dice san Agustín: "Dios, que te creó sin tu consentimiento, no te salvará sin tu consentimiento."

Esto es así porque propiamente el existir ya es un regalo. La afirmación del obispo de Hipona plantea un problema, porque hay quien se queja de que Dios no le diese a elegir el haber nacido. Sin embargo, pensadlo bien: el ELEGIR ya implica EXISTIR. Por eso, pedir esto es absurdo. Si yo aún NO EXISTÍA, ¿cómo iba Dios a pedirme permiso para crearme? Dios estaría hablando con la nada, y la nada no puede tomar decisiones, daos cuenta.

Entonces estamos existiendo, sin nuestro consentimiento, lógicamente. Y aparecen nuevas preguntas como ¿a santo de qué iba Dios a crear un mundo que no necesitaba, ya que Él no necesita nada, no depende de nada? Y, sobre todo, la pregunta más amarga es ¿por qué Dios, que no me necesita, me pide que obedezca su voluntad? La respuesta es simplemente que Dios me crea para que sea feliz, y yo seré feliz desarrollando una "función" en concreto dentro de su creación, y esas funciones le tienen como centro a Él. Esto no es egoísta, porque el egoísmo es el defecto del que se cree el ombligo del mundo cuando no lo es, y Dios ES el "ombligo del mundo", la razón de la existencia. Entonces, no hay egoísmo en dar a cada uno una función concreta (a uno le llamará a estar casado y tener cinco hijos, a otro le pedirá que sea sacerdote en Samarruga de la Punta), porque es la función que nos hará felices.

Pero Dios nos ama con tanta locura que quiere que elijamos esa "función". Y ésta es la libertad, elegir el servicio en la vocación concreta e irrepetible que Dios nos ha dado. Entrar en el Cielo no es un "examen" de buenas obras exigentísimo, sino sólo el ver si el alma que "llega" ante las puertas del Cielo ha aceptado el sacrificio de Cristo y ha cumplido su Voluntad, o sea, ha desempeñado su función, durante el tiempo que le restaba de vida. Es, en definitiva, ver si hemos "dado el consentimiento de que Dios nos salve". Así pues, san Agustín tenía razón.

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